Habiendo contemplado su abundancia, su indescriptible belleza y lo fértil de su seno, me propuse salir aunque me acompañase una sensación agridulce. Por un lado, la seguridad de saberme capaz de marchar sin necesidad de ovillos de hilo ni miguitas de pan. Por el otro, la decepción de no haber podido derrotar al Minotauro. Y la certeza de tener que volver a huir, tarde o temprano, de la sombra heroica de Teseo.
Llegué al angosto pasaje que separaba el Laberinto del mundo exterior y me detuve en el umbral. Me pasé la mano por la frente queriendo secarme el sudor y encontré que me surgían de las sienes dos pequeñas protuberancias. Miré con cierto desconcierto al horizonte buscando algo que me resultase familiar y no encontré sino un ingente terreno devorado por la ambición humana.
Volví tras mis pasos y comprendí, entre bramidos, que nunca hubo Ariadna, que nunca hubo Teseo. Y que el Minotauro era yo.