El verano pasado estas dos ideas aparentemente infecundas decidieron unirse en matrimonio, o quizás no debe llamársele matrimonio, y yo, que soy al fin un esclavo de la necedad (y muy gracioso), le coloqué a Stalin un donut en el dedo. La cosa en principio no daba mucho más de sí.
Luego me fijé en que de una manera totalmente incomprensible y puede que mágica, algunos de los granjeros y obreros georgianos, rusos o soviéticos en general que antes miraban al dictador ahora seguían con la mirada al dulce bollo, y que la devoción y ciega fe de sus expresiones se habían convertido en una emoción mucho más fuerte, el hambre.
De repente, la imagen original pasó de ser propagandística a ser cómica y, al momento, a convertirse en un laberinto de dobles sentidos en el que ni yo mismo sabía muy bien qué significaba qué. Y además me entró hambre.
Después me quedé pensando, ya que era verano y no tenía nada más importante que hacer, o puede que procrastinando el poner algo de orden en mi vida, y por rizar un poco más el sinsentido, en que puede que la propaganda comunista fracasara en lo que el capitalismo acertó: en recurrir a esas deliciosas e irresistibles berlinas glaseadas siempre tiernas y elaboradas cada día.
El dictador confió demasiado en su carisma y en su frondoso bigote, y acabó siendo un genocida. No supo entender que eso nunca termina de funcionar. La propaganda comunista se había dedicado a convencer, mientras que el capitalismo trataba de seducir. Y puede que no a todo el mundo le gusten los genocidios, puede que no a todos le gusten los bigotes, pero a todo el mundo le gustan los donuts.