Cierto día otoñal, quién sabe si era sábado o martes, cuando la hojarasca se encontraba ya plenamente asentada en los parques y terrizos, se acercaron los hermanos Acero al jardín de la parte de atrás de su casa, en una bonita avenida de nueva construcción en ese enorme extrarradio situado al sur de Madrid.
La familia Acero se había mudado tiempo atrás a aquel lugar, cuando aún los padres eran sólo una pareja, casada recientemente, pero con serias aspiraciones familiares. Tres hijos quería tener ella, y tres hijos tuvieron.
Los hermanos Acero, varones los tres, se acercaron aquella jornada de otoño a la zona trasera de aquella casa, pasaron por el porche de madera pintado de blanco y bajaron los cuatro o cinco escalones que llevaban a la zona verde, teñida en este caso de marrón oscuro con numerosas trazas amarillas y rojas que formaban algunas hojas a las que aún daba la luz del sol.
Poco a poco descendieron por los peldaños, sin hacer demasiado ruido, casi en fila india, los pequeños hermanos Acero, jerárquicamente ordenados según altura (y edad) de mayor a menor, en busca de alguna aventura curiosa que les permitiera mancharse pertinentemente o romper sus prendas lo suficiente como para hacer enfadar a su querida madre. Tres hijos quería tener ella, y tres hijos tuvo la pareja. Cada uno más travieso que el anterior.
Cruzaron con parsimonia y aire despreocupado el jardín pisando cuidadosamente sobre la hierba fresca y los frutos puntiagudos que habían caído de los árboles durante la noche. Parecían claramente tener un rumbo fijo, pero al tiempo vacilaban y alteraban su recorrido de manera que ni ellos mismos sabían muy bien dónde acabar aquella excursión. Tampoco tenían prisa, así que se entretuvieron tanto como quisieron jugueteando por el jardín y lanzándose mohosas piedrecillas sin llegar a darse.
El terreno trasero de la casa era inmenso, y aún más para los jovencitos de la familia Acero, que lo veían todo con sus enormes ojos de infante, y desde la altura de cada uno; es decir, lo veían todo más grande.
Al fondo del jardín estaba situada la piscina, vacía después de aquel largo y tórrido estío, quizás con un verde y húmedo poso al fondo, y cuyas paredes azules levemente descascarilladas se fundían con el abismo. Sería que ellos lo veían todo más grande. Ansiosos y dando pequeños brincos, se dirigieron de manera rauda y diligente a la escalerilla de metal para llevar a cabo un descenso en vertical para el que no habían hecho falta demasiados preparativos.
El mayor tomó la iniciativa y los otros dos se apresuraron a seguir sus pasos, aún en orden, antes de que el primero desapareciera del todo de su campo visual. Así, los tres chicos, vestidos de forma similar, bajaban colocando meticulosamente sus pies y manos en las barras horizontales de la escalerilla, intentando no pisarse ni dejarse pisar los unos a los otros, mientras contemplaban mirando hacia arriba cómo su jardín desaparecía y cómo, de repente, aquel cielo iba empequeñeciéndose ante sus ojos mientras cada vez se veían menos y menos hojas en las copas de aquellos grandes y coloridos árboles. La bóveda era cada vez más estrecha, pero continuaron descendiendo.
Tuvieron tiempo, durante la bajada, de darse cuenta de lo efímero de la vida, de cómo los grandes momentos, como aquel, duraban segundos, mientras que la reprimenda de su madre duraría, a buen seguro, varios días. Máxime cuando les habían advertido seriamente de que aquello no lo debían hacer. Estaban haciendo, a sabiendas, algo explícitamente prohibido, aunque eso no había supuesto ningún problema en épocas pasadas para los jovenzuelos de la familia Acero, famosos en la barriada por ser frecuente que acometieran serias travesuras, merecedoras siempre de riñas y castigos de toda índole.
Los hermanos Acero se deslizaban a un ritmo lento pero constante hacia el suelo de la piscina, que ciertamente se encontraba en realidad más lejos de lo que habían ni siquiera llegado a pensar.
Saber tomar precauciones no era una virtud que definiera a ninguno de los tres chicos, por lo que ninguno había pensado bien qué estaban haciendo y, como en veces anteriores, hacían caso a la reciprocidad de sus ánimos para seguir adelante con toda aventura. No necesitaban mecha ni chispa para explotar. Tan sólo estar los tres juntos y dejarse llevar por esa impulsividad enfermiza que les conducía hacia el fondo de una piscina que era bastante profunda.
Ya casi no se alcanzaba a ver el cielo. Llevaban varios minutos de bajada y aún no habían tocado el suelo. Pronto, empezó a cundir el pánico. Nadie articuló palabra. No se atrevían. Es como si hubieran entrado en razón. El miedo y la oscuridad se apoderaron de ellos. El hermano mayor de los tres quiso decir algo. El silencio intenso dejaba escuchar hasta la última gota de saliva con la que intentaba romperlo. Al momento, se escuchó un leve crujir proveniente de uno de los peldaños más bajos de la escalerilla, corroída por el óxido. El leve balanceo de las barras, que parecían sueltas en su parte inferior, hizo temer lo peor.
El hermano mayor volvió a intentar decir algo. En un instante, se repitió el crujido. Momentos después, la barra quebró y el hermano mayor, que tenía los pies sobre la misma, cayó al vacío, oscuro y silencioso, mientras pedía auxilio a vivas voces en su caída. No se escuchó golpe alguno, pero los gritos dejaron de sonar a los pocos segundos, callados por la distancia. Los otros chicos, temblando, no intentaron acudir en su rescate. La escalera se había roto, y el cielo ya no era más que un punto en lo más alto de aquella escalera.
Una total oscuridad se cernió sobre los dos hermanos más pequeños de la familia Acero. Pronto, el frío empezó a hacer mella, y ambos estallaron a llorar desconsoladamente mientras permanecían inmóviles pegados a la escalerilla, incapaces de reaccionar, sin fuerzas y calados de humedad hasta los huesos.
Alarmada por la llantina, la madre encendió la luz presta, y sacó a ambos niños del armario, donde se habían quedado dormidos. De la oreja, los puso a los dos sentados sobre la cama y les preguntó al respecto del alboroto. No parecía enfurecida, pero sí extrañada.
–Bueno, ¿y se puede saber dónde está vuestro hermano mayor?- Preguntó.
Todavía con lágrimas en los ojos, envueltos de frío y asombrados, los pequeños se miraron mutuamente con la cara blanca de estupefacción sin saber muy bien cómo cojones explicarle a su madre –que permanecía con una breve sonrisilla esperando una respuesta convincente que zanjara el asunto- que su hermano se había caído segundos antes en una piscina infinita y que, muy probablemente, no lo volverían a ver. Tres hijos quiso tener ella, y según se cuenta, sólo dos le quedaron.