La patata no se puede poseer.

Es habitual dar por siempre válida la convención que afirma que “una imagen vale más que mil palabras”. Por su multiplicidad de significados posibles, por sus matices, por su confrontación con la palabra, la imagen resulta más completa que la palabra, suele decirse. La pintura, la escultura y, sobre todo, la fotografía aparecen ante el espectador sin palabrería, libres, vacías pero a su vez repletas de verdadero espíritu humano.

La fotografía -o más concretamente, el fotógrafo-, por ejemplo, incurre en su base en la falacia de pretender transformar lo relativo en absoluto al no utilizar, a priori, el montaje o las técnicas de edición. De esta manera alberga la intención de mostrar de forma objetiva objetos, personas, paisajes o, en general, cosas. De exponerlas tal y como son. Sin embargo, el estado de estas cosas es siempre dependiente del tiempo y del espacio, y su apariencia es en, todo caso y por definición, voluble, cambiante. La congelación de la realidad es, por tanto, mentira. Aunque quizás sea la más dulce y agradecida de todas las mentiras.

Puede, no obstante, asumir un punto de vista subjetivo, poético, y, por ende, contaminado, maculado de interpretación previa, y también falso en términos absolutos, aunque más honesto que el de adjudicarse el rol de paladín de la verdad.

La realidad es, entonces, inalcanzable, perfecta. El fotógrafo la persigue, exhausto en sus caminatas, tratando de capturarla a base de plástico y metal.

Sintiéndose inútil, finalmente, al ser incapaz de atraparla verdaderamente por el simple hecho de que el tiempo pasa, el espacio es móvil y el viento mece sus hojas. La inautenticidad se apropia del fotógrafo porque la patata no se puede poseer. Y lo demás son maniquís, simulacros, cosmética.